miércoles, 7 de marzo de 2012

LA VOZ NARRATIVA Y EL EFECTO FANTÁSTICO DEL LENGUAJE LITERARIO EN LAS ARMAS SECRETAS


Con este ensayo busco acercarme a un análisis del cuento Las armas secretas de Julio Cortázar, aplicando parte de las técnicas de análisis estudiadas en algunos textos teóricos revisados en el taller (El análisis narrativo y Análisis del cuento Nowhere de Carlos Fuentes). Me centraré en la tesis de que el efecto fantástico del relato se encuentra facilitado por el estilo indirecto que usa el narrador para entrar y salir de la psique del sujeto que sufre la duda fantástica (sin alterar la fluidez y velocidad de la narración), tal como la entiende Tzvetan Todorov en su libro Introducción a la literatura fantástica.


Nos dice Cortázar en su ensayo Del cuento breve y sus alrededores que el cuento corto debe ser una creación, sí, de algún demiurgo, pero alejada de este, con vida propia, independiente. Que el lector tenga la impresión de que está leyendo algo nacido por sí mismo. Se espera la mediación, pero no la presencia manifiesta del demiurgo (64). Así que el narrador sabe ocultarse tras la voz de los personajes, ensayando los estilos indirecto e indirecto libre. El recurso del estilo directo, cediendo por completo a la voz de los protagonistas en el diálogo, detiene la narración, le resta fluidez, como que represa el río. Por eso se entremezclan las voces, la del narrador y la del personaje, la oye gemir y también gime besándola, ven, ven ahora, tratando de alzarla en vio… (280). El relato es fértil en este tipo de ejemplos. Es como si el narrador imitara el pensamiento de Pierre, casi dramatizándolo, sin cederle su lugar, apenas lo necesario para que entremos a su psique: Pierre ve la marca de sus dientes en el borde del labio. Le acaricia la mejilla y la besa otra vez, livianamente. ¿Michele está enojada? No, no está. ¡Cuándo, cuándo, cuándo van a encontrarse a solas? (270).
A veces el estilo indirecto libre entrecomilla la voz, “por qué no quiere entrar a mi cuarto” piensa Pierre” (…); “Y si no viene es porque le ha pasado algo; no tiene nada que ver con nosotros”. (268). Sobre todo en el primer corte, cuando Pierre se encuentra en ese estado no alterado del relato que corresponde a su inicio, o cuando debemos enterarnos de lo que ocurre en su mente, en los momentos que se manifiesta lo inexplicable. Esto es así porque asistimos a su mundo interior, a su psique. Por eso el salto a un primer estado alterado (Pierre ha dejado su apartamento para reunirse con amigos en un café cercano), cuya antesala es una descripción casi guionística, arranca con un diálogo que nos saca de la subjetiva tras una elipsis: -Qué tontería –dice Michéle-. ¿Por qué no iba a querer ir a tu casa si habíamos quedado en eso? (269).

Las iteraciones que presentan a Pierre, algunos rasgos de su personalidad, nos preparan, como sugiriendo apenas, una inestabilidad: Siempre le sorprende descubrirse sobre lo nimio, dándole importancia a los detalles (268). Como para que no sea tan extraño que más adelante se obsesione con una bola de cristal en la baranda de una escalera, o con una escopeta de doble caño. ¿Qué implica ese rasgo de la personalidad de Pierre? ¿Esa propensión a obsesionarse con ciertos pensamientos, con ciertos detalles? Una trampa al lector, que no puede salir de lo cotidiano, de lo familiar, cuando el narrador resana las grietas del tiempo y el espacio. La obsesión de Pierre con la bola de cristal, la palabra Enghien y la escopeta de doble caño no pasa de ser un defecto común, algo con lo cual pudiera identificarse el lector. Y de eso se trata, de que el lector se identifique con Pierre, hasta el último momento, para que viva los acontecimientos desde su punto de vista. Es tan obsesivo, como tantos otros, como pudiera serlo el lector, que imagina una y otra vez el espacio en donde al fin, después de tanto esperar, podrá tener a Michele:

“Pierre no conoce el pabellón, aunque lo ha imaginado tantas veces que es como si ya estuviera en él, entra con Michele en un saloncito agobiando de muebles vetustos, sube una escalera después de rosar con los dedos la bola de vidrio donde nace el pasamanos” (270).

Pero hay como un ruido de fondo en todo este cuadro tan familiar, tan de posadolescente obsesivo con la idea de tener sexo: Le parece verla, y a la vez se da cuenta de que está imaginando una escopeta de doble caño, justamente cuando traga el humo del cigarrillo y se siente como perdonando su tontería (268). Aquí hay un desajuste, una irrupción inesperada, como la que resulta en la apacible calle, donde reinan el color y la luz, cuando a la ventana de su apartamento se asoma una anciana con su gato. O acaso se tiene esa sensación, esa idea de que más allá de la apacible estación de gas, o más allá del balcón al que se asoma la chica, tras los arbustos, respira lo siniestro. Pero no es la perplejidad de los cuadros de Hooper, ni la escena mogicorrealista de la anciana y el gato, sino un ruido de fondo que a medida que avanza el relato se va haciendo más contundente.
Pero los cuentos de Cortázar siempre se demoran en el anuncio de lo inexplicable, de la duda fantástica. Como decía, sus narradores se empeñan en cubrir de condición humana y cotidianidad los resquebrajamientos de la realidad conocida:

“No sabe por qué la casa le desagrada, tiene ganas de salir al jardín aunque le cuesta creer que un pabellón tan pequeño pueda tener un jardín. Se desprende con esfuerzo de la imagen, descubre que es feliz, que está en el café con Michelle, que la casa será distinta de eso que imagina y que lo ahoga un poco con sus muebles y sus alfombras desvaídas” (270).


¿Qué es eso que lo ahoga? Si estuviéramos ante un relato de Charles Maturin, o de Edgar Allan Poe, el narrador nos haría saber de manera muy explícita que todo aquello le molesta increíblemente, sumiéndonos desde el principio en la atmósfera de lo fantástico. Pero como el escenario ideal para tocar las fibras del hombre contemporáneo no son las enormes y abandonadas mansiones sureñas, o los castillos milenarios, llenos de divanes, armaduras y demás utilerías empolvadas, sino los apartamentos de soltero y los jóvenes intelectuales del París de la posguerra, Cortázar no pone en boca de su narrador la descripción explicita de lo que causa el malestar. Es como si algo comenzara con una diminuta erupción en la rodilla, que luego va creciendo con los días, entre reuniones ejecutivas y llamadas telefónicas. En contextos así, donde la ciencia y la tecnología neutralizan a los fantasmas que no encuentran cortinajes ambiguos sino clarísimos ventanales que dan a los rascacielos, o que despejan de toda duda al ciudadano común diagnosticando neuralgias, miopías, o simple cansancio, las crispadas voces narrativas de la novela gótica no surten efecto. Es preciso entonces que el narrador endulce la píldora, que recree un espacio sencillo, cotidiano, adecuado para instalar la trampa. El lector contemporáneo se impresiona más con la sorpresa que con la constante escenificación del ambiente fantástico. La velocidad del relato, en espacios sencillos, sin monólogos crispados y didácticos, no le dan tiempo de reflexionar, de poner en movimiento la máquina racional. Por eso el narrador de Las armas secretas opera dosificando y ocultando la información, restringiendo su omnisciencia al punto de vista del que sufre la duda fantástica; en este caso, Pierre. Por eso, aquello que lo ahoga nunca es algo explícito, o –en apariencia- algo serio sino apenas un ruido de fondo en el trascurso de lo cotidiano: a Pierre lo han obsesionado las imágenes recurrentes de una escopeta de doble caño, una bola de vidrio en el nacimiento de un pasamanos, y la palabra Enghien:

“-Enghien –dice Xavier-. No te preocupes por eso, yo confundo siempre Le Mans con Menton. La culpa será de alguna maestra, allá en la lejana infancia” (274).


Con este diálogo la duda fantástica parece haber quedado puesta en ridículo. Sin embargo, el ruido de fondo persiste, porque eso que imagina como en una analepsis no le ahogará un poco con sus muebles sino que lo ahoga, en tiempo presente, así como ocurre en todos los enunciados que muestran a Pierre pensando en su futuro con Michelle: entra con Michelle a un saloncito… sube la escalera después de rozar con los dedos la bola de vidrio… (270). La narración en tiempo presente ubica al personaje en el lugar de los hechos como si fuese el ahora del relato, pero también en un pasado que parece retornar para Michelle: ¿Hay una bola de vidrio en la escalera de tu casa? –No –dice Michelle-, te confundes con… Calla, como si algo le molestara en la garganta (279). Irrumpe aquí la duda fantástica, pero apenas sugerida, implícita en la función dialógica, una vez más, como un ruido de fondo que se obtura y se libera en el flujo del relato:

“La conoce desde hace tan poco, quizá ella también lo encuentra difícil de entender. Por lo pronto quererse no es nunca una explicación, como no lo es tener amigos comunes o compartir opiniones políticas. Siempre se empieza por creer que no hay misterio en nadie, es tan fácil acumular noticias: Michelle Duvernois, veinticuatro años, pelo castaño, ojos grises, empleada de escritorio. Y ella también sabe que Pierre Jolivet, veintitrés años, pelo rubio… pero mañana irá con ella a su casa, en media hora de viaje estarán en Enghien. “Dale con Enghien”, piensa Pierre, rechazando el nombre como si fuera una mosca” (271).


Es como si la voz de su inconsciencia le hablara desde un pasado imposible, en ese lugar, con Michelle. Pero el hecho de que aparte de su mente el nombre como una mosca, vuelve a ser un recurso del narrador para maquillar, mal maquilladas a propósito, las grietas en los muros de la realidad, que cada vez son más grandes.

Acaso la obsesión de Pierre con Michelle ya nos habla desde el principio del objeto de su deseo, de sus motivaciones. Sin embargo, ni él ni el lector son conscientes de ello. Es decir, el deseo explícito de Pierre no es más que una máscara de sus verdaderas intenciones, que acaso tampoco son suyas. Algo de Jekill y Mister Hide tiene este personaje, y su destinador es, a favor de la razón, una desviación psicológica, o, a favor de superstición, su otro yo que le habla desde el pasado, o desde un presente que es suma de tiempos y espacios presentes y pasados, un espacio como el del mito. La vuelta a la idea de un conflicto cotidiano de pareja vuelve a ser un distractor, pero la irrupción de lo inexplicable, del suceso ambiguo, ya es inevitable: Babette y Roland su aire habitual de plácida felicidad que esta vez lo irrita y lo impacienta. (…) cerditos contentos, pobres muchachos tan buenos amigos (271). El otro Pierre comienza a salir, aquel sujeto del pasado que se encontró con ellos y con una escopeta de dos caños en el bosque. Tal vez por eso le molestan tanto, sobre todo Roland, cerdito tranquilo (271).

El espacio-tiempo que vive Pierre es una suma de tiempos y espacios:

“Los últimos meses son tan confusos como la mañana que aún no ha trascurrido y es ya una mezcla de falsos recuerdos, de equivocaciones” (272).


O de recuerdos de aquél pasado que retorna en otro espacio, ya no Enghien. La superposición de tiempos y espacios comienza a hacerse evidente en la narración indirecta que imita la voz del personaje, cuando se refiere a un hecho relatado más atrás, que es una especie de analepsis/prolepsis: …tu cantabas por dentro Schumann, pedazo de bruto, cantabas mientras la mordías en la boca y ahora te acuerdas, además subías una escalera, sí, la subías y rozabas con la mano la bola de vidrio donde nace el pasamanos, pero después ha dicho que en su casa no hay ninguna bola de vidrio (273). Esta sería una de las rupturas de la lógica espaciotemporal más explicitas del relato, y todo gracias a la fluidez del estilo narrativo indirecto. La voz, casi angustiada de Pierre, tan espontánea y precisa que el narrador no puede más que aceptar su contundencia y dejarla libre, a riesgo de perder la verosimilitud del testimonio si no lo hace: ahora te acuerdas, y además subías una escalera… ¿Cómo más referir el hecho, si sabemos que, por boca del narrador, Pierre y Michelle estaban en un café de París mientras él la mordía?



Se juntan los dos tiempos, se superponen como dos diapositivas de acetato, en donde el mismo personaje va y viene en la transparencia, yendo de un espacio al otro sobre la única imagen visible: …y te llevaré hasta la escalera (pero no hay ninguna bola de vidrio) y empezaremos a subir, a subir, la puerta está cerrada, pero tengo la llave en el bolsillo… (275). Sobra decir que Pierre no tiene ninguna llave en el bolsillo. Sin embargo, ese otro que es él alcanza a sentirla en sus brazos cuando sube la escalera, porque apenas ha pisado un peldaño ha visto la bola de vidrio y está solo, está subiendo solo la escalera y Michelle está arriba, encerrada, está detrás de la puerta sin saber que él tiene otra llave en el bolsillo y que está subiendo (275).

Lo que hace posible ir y venir sobre la única imagen que se crea entre las diapositivas es el lenguaje mismo, cuya fuerza creadora solo tiene lugar en el relato, no en la realidad. Por eso las palabras tampoco tienen que ver con nada, vienen como todo el resto, se pegan a la vida por un momento y después hay como una ansiedad rencorosa, huecos mostrándose para mostrar jirones que se enganchan en cualquier otra cosa, el borracho que danza acompasadamente una especia de pavana, con reverencias que se despliegan en harapos y tropezones y vagas palabras masculladas (275). Y es que por esos huecos que resana y abre el lenguaje es que pasa Pierre de un espacio a otro, de un tiempo a otro, de una diapositiva a otra, sobre la única imagen que estas componen, y que es fusión de tiempos y espacios. Las imágenes del “sueño” del pasado/presente se mezclan con las imágenes del presente cotidiano (el ahora del relato) en aquella única imagen llena de huecos espaciotemporales, que al fin de cuentas sólo puede ser el lenguaje literario.

Es importante que el narrador se focalice en el punto de vista de Pierre, como ya dijimos, pues si asistiéramos a la psique de Michelle, sabríamos todo lo que ocurre. Se despejaría la duda a favor de lo inexplicable desde el principio, y el relato dejaría de ser fantástico. Por eso sólo llegamos a conocer de ella los gestos de angustia, desconcierto o terror, siempre desde la mirada de Pierre, que, como nosotros, no es capaz de descifrar el misterio, ni del comportamiento de Michelle, ni de todo aquello que le ocurre: recuerdos que parecen falsos, obsesiones inexplicables, comportamientos agresivos contra quienes son sus amigos.
En todo caso, esta focalización parcializada no afecta la omnisciencia del narrador, que simplemente dosifica, restringe la información. De lo contrario no podría entrar a la psique de Pierre, ni mantener la duda fantástica de la que habla Todorov en su Introducción a la literatura fantástica: Lo fantástico es la vacilación experimentada por un ser que no conoce más que las leyes naturales, frente a un acontecimiento aparentemente sobrenatural (24). Y más adelante: Hay un fenómeno extraño que puede ser explicado de dos maneras, por tipos de causas naturales y sobrenaturales. La posibilidad de vacilar entre ambas crea el efecto fantástico (25). Existen algunos fragmentos del relato que nos ayudan a componer el efecto fantástico; uno de ellos, cuando la pareja planea el viaje a casa de Michelle, en ausencia de sus padres:

“-¿Hay una bola de vidrio en la escalera de tu casa?
-No -dice Michelle-, te confundes con…
Calla, como si algo le molestara en la garganta. Hundido en la banqueta, la cabeza apoyada en el alto espejo (…), Pierre admite vagamente que Michelle es como una gata o un retrato anónimo. La conoce desde hace tan poco, que quizá ella también lo encuentra difícil de entender” (…).
“Pero mañana irá con ella a su casa, en media hora de viaje estarán en Enghien, piensa Pierre, rechazando el nombre como si fuera una mosca” (271).

 Hasta el momento en que se presentan esta conversación y este monólogo interno, Michelle no ha mencionado nunca la palabra Henghien. Finalmente, cuando ya se encuentran en la vivienda de Michelle;

“-¿Vivías en esta casa?
-Al principio, sí. Después, con la ocupación, me llevaron a casa de unos tíos en Enghien.
“Pierre no ve que el fósforo arde entre sus dedos, abre la boca, sacude la mano y maldice. Michelle sonríe, contenta de poder hablar de otra cosa. Cuando se levanta para traer la fruta, Pierre enciende el cigarrillo y traga el humo como si se estuviera ahogando, pero ya ha pasado, todo tiene una explicación si se la busca, cuántas veces Michelle habrá mencionado a Enghien en las charlas de café, esas frases que parecen insignificantes y olvidables, hasta que después resultan el tema central de un sueño o de un fantaseo” (278).


He aquí lo inquietante, la falta de argumentos lógicos, el evento inexplicable que aflora, pero entre sucesos cotidianos, simples. Las acciones de Pierre revelan su nerviosismo, su perturbación. Lo inexplicable salta en medio de la realidad conocida, y el narrador no da tiempo, no permite un alto en el camino para pensar en ello: Un durazno sí, pero pelado. Ah, lo lamenta mucho, pero las mujeres siempre le han pelado los duraznos y Michelle no tiene por qué ser la excepción (278). Ya dijimos que lo fantástico en el relato contemporáneo sólo funciona entre simples mortales, o, citando a Louis Vax en el libro de Todorov, El relato fantástico nos presenta por lo general hombres que, como nosotros, habitan el mundo real, pero que de pronto, se encuentran ante lo inexplicable (25). Pero ya no es la irrupción brutal del misterio en el marco de la vida real (25) sino la insinuación del hecho fantástico en la voz narrativa que no da tregua en el flujo constante del estilo libre, similar al flujo de la psique, pura inestabilidad, salto constante de una idea a otra, pero con aquel ruido de fondo que perturba y vence. ¿Por qué una bola de vidrio en el nacimiento del pasamanos? ¿Por qué ese rechazo constante a la palabra Enghien? ¿Por qué piensa Pierre que empezamos a subir, subir, la puerta está cerrada, pero tengo la llave en el bolsillo…? (275). ¿Por qué el pelo de Pierre como un galán del cine mudo? ¿Por qué Michelle empeñada en cortarle ese mechón? En fin, por qué ese parecido constante de Pierre con otro que no es él, y que perturba tanto a Michelle.
Así que el narrador no es explícito, y prefiere hablar con el personaje, a quien le parece, frente al espejo, que tiene el pelo partido al medio como los galanes del cine mudo. Ya sabe el narrador que su peinado se debe a que es aquel alemán que ultrajó a Michelle hace años, que todo se debe a que el tiempo y el espacio son una suma de agujeros; pero nada de esto nos debe ser comunicado, ni por su propia voz ni por la de Michelle, si es que no se quiere que el efecto de lo fantástico se desvanezca.



BIBLIOGRAFÍA:

Cortázar, Julio. Del cuento breve y sus alrededores. En Último Round Tomo I. Siglo Veintiuno Editores. México, 1996.
Cortázar, Julio. Las armas secretas. En Cuentos completos I. Editorial Alfaguara. Madrid, 1996.